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- Uno de los santos que más se han
granjeado el corazón y la estima del pueblo cristiano es San Antonio.
Llámasele, según famosa frase de León XIII, «el santo
de todo el mundo»; pero es conocido, amado e invocado preferentemente por
el pueblo humilde, que ha vislumbrado en él al dispensador de los
tesoros celestiales y al protector decidido de los intereses de los pobres. La
historia, principalmente la más antigua biografía del Santo
paduano, conocida por el nombre de Assidua, nos da en síntesis
una perfecta semblanza del mismo.
Escasas e imprecisas son las noticias de los primeros
biógrafos sobre la cuna e infancia del Santo. Ninguno de ellos
señala el año de su nacimiento, que, por conjeturas y
deducciones, los autores modernos fijan entre los años 1188 y 1191.
Según el más antiguo biógrafo, nació en Lisboa,
ciudad «situada en los confines de la tierra», en una casa que
poseían sus padres cerca y al norte de la catedral, en cuyo baptisterio
recibió las aguas bautismales a los ocho días de su nacimiento,
imponiéndosele el nombre de Fernando. Sus años juveniles
deslizáronse en el seno de la familia, convertido en el hechizo de sus
padres, por ser el primogénito y por aparecer dotado de índole
buena, probidad e integridad de costumbres. Desde su más tierna edad
profesó una especial devoción hacia la Virgen Santísima, a
la cual se consagró y escogió por institutriz, guía y
sostén de su vida y muerte. El historiador Surio dice de él que
visitaba a menudo las iglesias y monasterios de la ciudad y que era compasivo
con los pobres, a quienes socorría en sus necesidades.
Juntamente con la educación religiosa proveyeron sus
padres a la educación intelectual de su hijo, al confiarle a los
desvelos del maestrescuela de la catedral, para que lo iniciara en los
rudimentos de la gramática, retórica, música,
aritmética, geografía y astronomía, materias que
constituían el plan de estudios de las escuelas catedralicias de aquel
tiempo.
Dicen sus biógrafos que el Santo fue acometido en su
juventud por la violencia de las pasiones; pero añaden que el
«casto joven nunca, ni por un instante, se rindió a las exigencias
de la pubertad y del placer». Estas crisis pasionales que asaltan a la
juventud, y que para muchos jóvenes son el principio de una vida de
pecado, fueron para el Santo la piedra de toque que le movió a encauzar
su vida por otras sendas que estuvieran al abrigo del demonio de la impureza.
De ahí su decisión de ingresar en el monasterio de San Vicente de
Fora, situado en las afueras de Lisboa, sobre una pequeña colina, y
habitado por hombres honorabilísimos por su piedad.
Dos años moró el Santo en el monasterio de San
Vicente, hasta que, a causa de las frecuentes visitas de familiares y amigos
que le impedían la paz y recogimiento, decidió pedir su traslado
a la casa madre de Coimbra, en donde ingresó a los diecisiete
años de edad. Aquí llevó una vida tan fervorosa que los
antiguos biógrafos aseguran que en este tiempo escaló Fernando
las cimas de la santidad. Al intenso trabajo espiritual acompañaba
siempre el estudio, que consideraba como complemento y perfección de su
vida de piedad. Aunque muy amplios, sus estudios tendían exclusivamente
al conocimiento más perfecto de la Sagrada Escritura.
Atendiendo el ambiente político-religioso del
monasterio de Santa Cruz durante los tiempos en que moró allí el
Santo, sacamos la conclusión de que su santidad y ciencia fueron
más bien producto de su esfuerzo personal y de la gracia que
imposiciones del medio ambiente. En una atmósfera de luchas, intrigas y
defecciones dolorosas vivía el joven Fernando entregado a la
oración y al estudio. La virtud se robustece en la adversidad, y, lejos
de escandalizarse por la conducta equívoca de algunos prohombres del
monasterio, se impuso una vida más intensa de espiritualidad. Sin
embargo, más de una vez soñó en la posibilidad de abrazar
otro género de vida más perfecto y más al abrigo del
mundanal ruido.
La vida simple de los pobrecillos hijos de San Francisco de
Asís del eremitorio de San Antonio de Olivares, de Coimbra, le
atraía irresistiblemente. Tuvo Fernando su primer contacto con dichos
frailes al hospedarse en el monasterio los protomártires franciscanos de
Marruecos, a su paso por Coimbra en dirección a África.
Además, los frailes de Olivares acudían al monasterio en busca de
limosna, a los que atendía el joven monje, que, según testimonio
de Azevedo, tenía a su cargo la hospedería. A este cenobio fueron
después traídos los cuerpos de los protomártires de
Marruecos. ¿Qué impresión producirían en el
ánimo de Fernando los despojos mortales de aquellos intrépidos
soldados de la fe? Despertaron en él el deseo de consagrarse al
apostolado entre infieles y morir mártir de Cristo. Era imposible
realizar sus sueños mientras permaneciera en Santa Cruz de Coimbra,
porque el monasterio no tenía en su programa de vida las misiones entre
infieles y sólo podía llevarlo a cabo en el supuesto de profesar
en una Orden como la franciscana; pero para efectuar este tránsito
debía contar con la autorización de los superiores de ambas
Ordenes.
Un día, según costumbre, los frailes de San
Antonio de Olivares acudieron al monasterio en busca de limosna y Fernando, en
secreto, les confió su propósito, diciéndoles:
«Hermanos, recibiría con entusiasmo el hábito de vuestra
Orden si me prometierais enviarme, luego de haber entrado, a tierra de
sarracenos para que sea partícipe de la corona de los santos
mártires». Los frailes le dieron palabra y fijaron para la
mañana siguiente el ingreso en la Orden franciscana. Aquella noche,
según el biógrafo más autorizado, arrancó Fernando
a duras penas y a base de muchos ruegos el permiso del prior del monasterio.
Con el fin de vencer dificultades de parte de sus familiares y de algunos
monjes de Santa Cruz se convino en cambiar su nombre de Fernando por el de
Antonio, que era el titular del eremitorio donde residían los
franciscanos, y en mandarle cuanto antes a tierra de infieles. La ceremonia de
la imposición de hábito al nuevo candidato fue rápida y
sencilla, por razón de que el prior, el monasterio, la diócesis y
todo el reino estaban en entredicho por el arzobispo de Braga, y, según
el derecho, se prohibía la celebración pública de la santa
misa y del oficio divino.
En el verano de 1220 vestía Antonio la librea
franciscana y a primeros de noviembre desembarcaba en Marruecos. Una terrible
enfermedad le retuvo todo el invierno en cama y los superiores de la
misión juzgaron conveniente repatriarlo para que atendiera a su
convalecencia. Con este propósito hízose a la mar; pero un recio
viento empujó la nave hacia Oriente, obligándola a atracar en las
costas de Sicilia. Antonio se refugió en el convento franciscano de las
afueras de Mesina y de allí marchóse al Capítulo general,
convocado en Asís por el seráfico fundador para el 20 de mayo de
1221. Antonio pasó inadvertido en medio de aquella multitud, de tal
manera que, terminado el Capítulo, los frailes se reunieron en torno a
sus provinciales y en su compañía regresaban a sus respectivas
provincias, mientras él quedaba a disposición del ministro
general. A ruegos del Santo el provincial de Romaña se lo llevó
consigo y con su permiso retiróse al eremitorio de Monte Paolo para
consagrarse a la soledad. De su vida en aquel eremitorio dice el primer
biógrafo:
«Cierto fraile habíase arreglado una cueva que
debía servirle de celda para retirarse allí y dedicarse a la
altísima contemplación. Cuando Antonio, que iba explorando el
bosque, la vio, prendóse de ella y, con muchos ruegos, se la
pidió al devoto fraile, que, vencido por las reiteradas súplicas
del Santo, se la cedió fraternalmente. Desde entonces todas las
mañanas, después de haber tomado parte en la plegaria
común, retirábase allí, llevándose consigo un poco
de pan y un vaso de agua para todo el día, obligando a la carne a servir
al espíritu. Pero, fiel a las prescripciones de la regla, asistía
por la tarde a la conferencia espiritual que se tenía en el convento.
Sucedía a menudo que, cuando al toque de la campana quería
reunirse con sus hermanos, hallábase su pobre cuerpo tan debilitado por
las vigilias y tan extenuado por el ayuno que se tambaleaba y rehusaba
sostenerse, teniendo necesidad de apoyarse en otro hermano para poder llegar al
eremitorio».
Pero aquella alma privilegiada no debía vivir
sólo para sí, sino ser útil y provechosa a los
demás. No quiso Dios que aquella lámpara de la ciencia y santidad
permaneciese por más tiempo debajo del celemín. Y pronto
presentóse la oportunidad de revelarse al mundo con ocasión de un
sermón predicado en Forlí en las cuatro témporas de
septiembre de 1221, ante los religiosos franciscanos y dominicos que fueron
ordenados sacerdotes. A ruegos del superior habló de tal manera que
todos quedaron maravillados del torrente de sabiduría que fluía
de sus labios. Su ciencia había traicionado a su humildad y no era
posible esconderla por más tiempo. Aquella intervención de
Antonio sorprendió gratamente al provincial, que pensó en
dedicarle inmediatamente al apostolado.
Su primer campo de acción apostólica fue la
Romaña, región infectada por los herejes cátaros y
patarinos. Antonio entró en liza con ellos, poniendo en juego todas las
reservas espirituales acumuladas anteriormente en la soledad y sus extensos
conocimientos teológicos y bíblicos. En Rímini
encontró fuerte oposición de los herejes, que impedían al
pueblo que asistiera a sus sermones. Entonces recurrió el Santo a la
eficacia del milagro. Ante la apatía del público por la palabra
de Dios fuese a orillas del Adriático y empezó a predicar a los
peces, diciendo: «Oid la palabra de Dios, vosotros peces del mar y del
río, ya que no la quieren escuchar los infieles herejes». A su
palabra acudieron multitud de peces, que sacaban sus cabezas fuera del agua con
grandísima quietud, mansedumbre y orden. Aquel milagro despertó
gran entusiasmo en la ciudad, quedando corridos los herejes. Fue tan eficaz su
acción apostólica contra los mismos, que los antiguos
biógrafos le llamaron incansable martillo de los herejes.
Al cabo de unos años de apostolado eficaz fue
nombrado Antonio profesor de teología. Cerciorado San Francisco de su
sabiduría y santidad, convencido de la necesidad del estudio de sus
frailes para el más completo desenvolvimiento de la Orden,
envióle la siguiente carta: «A fray Antonio, mi obispo, fray
Francisco, salud en Cristo: Me place que interpretéis a los demás
frailes la sagrada teología, siempre que este estudio no apague en ellos
el espíritu de la santa oración y devoción, según
los principios de la regla. Adiós». Con el beneplácito del
santo fundador fue San Antonio el primer Lector de teología que tuvo la
Orden franciscana.
Poco duró su magisterio en el estudio de los
franciscanos de Bolonia, por cuanto las necesidades generales de la Iglesia
reclamaron su presencia en Francia, para combatir allí la herejía
albigense. Santo Domingo había trabajado incansablemente para reducir a
los herejes; pero, a pesar de su acendrado celo y de su actividad incansable,
la herejía mostrábase cada día más pujante. Ante
aquel peligro movilizó el Papa a todos los predicadores que por su celo,
ciencia y santidad de vida fueran aptos para acometer una cruzada eficaz de
apostolado, para persuadir a los herejes de la falsedad de su doctrina. Entre
los escogidos figuraba San Antonio.
El primer puesto de batalla fue Montpellier, en donde
enseñó Antonio sagrada teología a los religiosos de su
Orden; de allí pasó a Toulouse para ejercer el mismo ministerio,
que alternaba con el apostolado entre el pueblo. «Día y noche
–dice Assidua– tenía discusiones con los herejes;
exponíales con grande claridad el dogma católico; refutaba
victoriosamente sus prejuicios; revelando en todo una ciencia admirable y una
fuerza suave de persuasión que penetraba en el ánimo de sus
contrarios.» De Toulouse pasó el Santo a Le Puy, Bourges, Limoges y
Arlés. Por razón de ocupar el cargo de custodio de Limoges
vióse obligado a asistir al Capítulo general convocado por fray
Elías en Asís para el 30 de mayo de 1227, y en el cual fue
elegido Antonio ministro provincial de Romaña, cargo que ejercitó
con éxito hasta el año 1230. «A finales de 1229 mandó
Dios a Padua –dice Rolandino– de los confines de la Hesperia y de los
países de Occidente, esto es, de las tierras de Galicia, Sevilla y
Lisboa, al hombre religioso y santo, célebre por sus virtudes y
conocimientos literarios, arca del Antiguo Testamento y forma del Nuevo y, si
me es lícito usar de esta expresión, poderoso en obras y
palabras. Éste habitó con sus hermanos de Padua; pero
espiritualmente habitaba en el cielo.» Por indicación del cardenal
de Ostia se dedicó allí Antonio a la composición de
sermones para todas las festividades de los principales santos y
domínicas del año. La soledad y el retiro del convento de
Arcella, cerca de Padua, invitaban al recogimiento y estudio, necesarios para
llevar a término la composición de una obra de tan vastas
proporciones. También se le atribuye una Exposición del Salterio
y algunas otras obras.
Al llegar la Cuaresma suspendió Antonio el estudio
para dedicarse de nuevo a la predicación. Era tan vivo el celo que
devoraba su corazón, que se propuso predicar durante cuarenta
días continuos, y lo llevó a cabo, a pesar de la maligna
hidropesía que le aquejaba. Era tanto el fervor del pueblo por su
persona, que se abalanzaban sobre él las gentes para recortar pedazos de
su hábito. Con el fin de impedir estas escenas se dispuso que, terminado
el sermón, desapareciera Antonio ocultamente o saliera escoltado por un
piquete de hombres valientes que impidieran acercársele.
Consumido por el esfuerzo y la enfermedad retiróse
San Antonio al eremitorio de Camposampiero. Junto al mismo había un
espeso bosque y en él un nogal gigantesco con un tupido ramaje en forma
de corona. El Santo, movido por divina inspiración, pidió por
caridad que se le construyera una celdita entre la enramada del árbol,
como lugar apartado y apto para la meditación. Aparte del sabor
poético de la escena, ¿no encierra este hecho un poco de
filosofía cristiana? Los monjes y los pájaros son hermanos. Las
alondras y las tórtolas amaban a San Francisco, y es probable, aunque
las Florecillas no lo cuenten, que los pajaritos no huían del
árbol cuando Antonio subía en él. Los monjes y los
pájaros son pobres y confían en la Providencia, que da a los unos
las migajas de la caridad y a los otros los ligeros granos que levanta el
viento; teje para los primeros un vestido glorioso con el oro de sus virtudes y
prepara para los segundos un manto real con la variedad de su plumaje.
Un día la enfermedad que le aquejaba anunció
un fatal desenlace. Recibidos los santos sacramentos, cantó Antonio un
cántico a la Virgen mientras fijaba su mirada hacia un punto luminoso,
invisible para los allí presentes, con una sonrisa beatífica en
sus labios. El religioso que le asistía le preguntó en la
intimidad qué cosa veía, a lo que respondió el Santo:
«Veo a mi Señor». Después alargó los brazos,
juntó las palmas de las manos en actitud humilde y alternaba con los
religiosos en el rezo de los salmos penitenciales. Al terminar entró en
un profundo éxtasis que duró media hora; vuelto en sí
miró por última vez a los presentes, sonrióles y su alma
santísima, desligada de los brazos de la carne, fue absorbida en los
abismos de los resplandores divinos. Era viernes, día 13 de junio de
1231. Tan pronto como expiró los niños de Padua recorrieron la
ciudad al grito de: «¡Ha muerto el Santo! ¡Ha muerto San
Antonio!».
Dios quiso glorificar su sepulcro obrando por su
intercesión gran número de milagros, lo que movió a las
autoridades eclesiásticas a pensar en su canonización, lo que
hizo el papa Gregorio IX aún no transcurrido el año de la muerte.
El mismo Gregorio IX le concedió, al canonizarle, la misa de doctor, que
ininterrumpidamente se ha celebrado en su fiesta, por los tesoros de la
altísima sabiduría de que fueron testigos y panegiristas los
Romanos Pontífices. Pío XII se hizo intérprete de esa
tradición secular cuando el 16 de enero de 1946 le proclamaba doctor de
la Iglesia, asignándole el título de Doctor
Evangélico, por las Letras Apostólicas que empiezan con el
siguiente elogio:
«Alégrate, feliz Lusitania: salta de
júbilo, Padua dichosa, pues engendrasteis para la tierra y para el cielo
a un varón que bien puede compararse con un astro rutilante, ya que
brillando, no sólo por la santidad de su vida y gloriosa fama de sus
milagros, sino también por el esplendor que por todas partes derrama su
celestial doctrina, alumbró y aún sigue alumbrando al mundo
entero con una luz fulgentísima».
San Antonio no ha perdido actualidad y su memoria es evocada
constantemente por el pueblo cristiano, que ve en él al santo que
resucita a los muertos, que cura las enfermedades, que está dotado del
don de bilocación, que habla a los peces, que convierte a los herejes,
que aligera el bolsillo de los ricos en provecho de los pobres necesitados, que
asegura y multiplica las provisiones, que allana los obstáculos que
dificultan el contraer matrimonio, que halla las cosas perdidas, que conversa
amigablemente con el Niño Jesús. La experiencia cotidiana
enseña que San Antonio no defrauda nunca la esperanza de sus devotos,
que confían en su valimiento ante el trono del Altísimo.
Luis Arnaldich, OFM,
San Antonio de Padua,
en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 634-642.
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