Hoy
encontramos una de las muchas manifestaciones evangélicas de la bondad
misericordiosa del Señor. Todas ellas nos muestran aspectos ricos en
detalles. La compasión de Jesús misericordiosamente ejercida va desde la
resurrección de un muerto o la curación de la lepra, hasta perdonar a
una mujer pecadora pública, pasando por muchas otras curaciones de
enfermedades y la aceptación de pecadores arrepentidos. Esto último lo
expresa también en parábolas, como la de la oveja descarriada, la
didracma perdida y el hijo pródigo.
El Evangelio de hoy es una muestra de la misericordia del Salvador en
dos aspectos al mismo tiempo: ante la enfermedad del cuerpo y ante la
del alma. Y puesto que el alma es más importante, Jesús comienza por
ella. Sabe que el enfermo está arrepentido de sus culpas, ve su fe y la
de quienes le llevan, y dice: «¡Animo!, hijo, tus pecados te son
perdonados» (Mt 9,2).
¿Por qué comienza por ahí sin que se lo pidan? Está claro que lee sus
pensamientos y sabe que es precisamente esto lo que más agradecerá aquel
paralítico, que, probablemente, al verse ante la santidad de
Jesucristo, experimentaría confusión y vergüenza por las propias culpas,
con un cierto temor a que fueran impedimento para la concesión de la
salud. El Señor quiere tranquilizarlo. No le importa que los maestros de
la Ley murmuren en sus corazones. Más aun, forma parte de su mensaje
mostrar que ha venido a ejercer la misericordia con los pecadores, y
ahora lo quiere proclamar.
Y es que quienes, cegados por el orgullo se tienen por justos, no
aceptan la llamada de Jesús; en cambio, le acogen los que sinceramente
se consideran pecadores. Ante ellos Dios se abaja perdonándolos. Como
dice san Agustín, «es una gran miseria el hombre orgulloso, pero más
grande es la misericordia de Dios humilde». Y en este caso, la
misericordia divina todavía va más allá: como complemento del perdón le
devuelve la salud: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Mt
9,6). Jesús quiere que el gozo del pecador convertido sea completo.
Nuestra confianza en Él se ha de afianzar. Pero sintámonos pecadores a fin de no cerrarnos a la gracia.
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