Hoy,
el Evangelio nos habla de la curación de un endemoniado mudo que
provoca diferentes reacciones en los fariseos y en la multitud. Mientras
que los fariseos, ante la evidencia de un prodigio innegable, lo
atribuyen a poderes diabólicos —«Por el Príncipe de los demonios expulsa
a los demonios» (Mt 9,34)—, la multitud se maravilla: «Jamás se vio
cosa igual en Israel» (Mt 9,33). San Juan Crisóstomo, comentando este
pasaje, dice: «Lo que en verdad molestaba a los fariseos era que
consideraran a Jesús como superior a todos, no sólo a los que entonces
existían, sino a todos los que habían existido anteriormente».
A Jesús no le preocupaba la animadversión de los fariseos, Él continuaba
fiel a su misión. Es más, Jesús, ante la evidencia de que los guías de
Israel, en vez de cuidar y apacentar el rebaño, lo que hacían era
descarriarlo, se apiadó de aquellas multitudes cansadas y abatidas, como
ovejas sin pastor. Que las multitudes desean y agradecen una buena guía
quedó comprobado en las visitas pastorales del Papa San Juan Pablo II a
tantos países del mundo. ¡Cuántas multitudes reunidas a su alrededor!
¡Cómo escuchaban su palabra, sobre todo los jóvenes! Y eso que el Papa
no rebajaba el Evangelio, sino que lo predicaba con todas sus
exigencias.
Todos nosotros, «si fuéramos consecuentes con nuestra fe, —dice san
Josemaría Escrivá— al mirar a nuestro alrededor y contemplar el
espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que
se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron al de
Jesucristo», lo cual nos conduciría a una generosa tarea apostólica.
Pero es evidente la desproporción que existe entre las multitudes que
esperan la predicación de la Buena Nueva del Reino y la escasez de
obreros. La solución nos la da Jesús al final del Evangelio: rogad al
Dueño de la mies que envíe obreros a sus campos (cf. Mt 9,38).
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