Hoy
contemplamos al Mesías —el Ungido— en el Jordán «para ser bautizado»
(Mt 3,13) por Juan. Y vemos895 × 383 a Jesucristo como señalado por la presencia
en forma visible del Espíritu Santo y, en forma audible, del Padre, el
cual declara de Jesús: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco»
(Mt 3,17). He aquí un motivo maravilloso y, a la vez, motivador para
vivir una vida: ser sujeto y objeto de la complacencia del Padre
celestial. ¡Complacer al Padre!
De alguna manera ya lo pedimos en la oración colecta de la misa de hoy:
«Dios todopoderoso y eterno (...), concede a tus hijos adoptivos,
nacidos del agua y del Espíritu Santo, llevar siempre una vida que te
sea grata». Dios, que es Padre infinitamente bueno, siempre nos “quiere
bien”. Pero, ¿ya se lo permitimos?; ¿somos dignos de esta benevolencia
divina?; ¿correspondemos a esta benevolencia?
Para ser dignos de la benevolencia y complacencia divina, Cristo ha
otorgado a las aguas fuerza regeneradora y purificadora, de tal manera
que cuando somos bautizados empezamos a ser verdaderamente hijos de
Dios. «Quizá habrá alguien que pregunte: ‘¿Por qué quiso bautizarse, si
era santo?’. ¡Escúchame! Cristo se bautiza no para que las aguas lo
santifiquen, sino para santificarlas Él» (San Máximo de Turín).
Todo esto —inmerecidamente— nos sitúa como en un plano de connaturalidad
con la divinidad. Pero no nos basta a nosotros con esta primera
regeneración: necesitamos revivir de alguna manera el Bautismo por medio
de una especie de continuo “segundo bautismo”, que es la conversión.
Paralelamente al primer Misterio de la Luz del Rosario —el Bautismo del
Señor en el Jordán— nos conviene contemplar el ejemplo de María en el
cuarto de los Misterios de Gozo: la Purificación. Ella, Inmaculada,
virgen pura, no tiene inconveniente en someterse al proceso de
purificación. Nosotros le imploramos la sencillez, la sinceridad
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