El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta;
es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un
apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra
la solidaridad humana. Catecismo de la
Iglesia Católica No. 1849. De una
manera más sencilla lo señala San Agustín,
cuando define el pecado como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a
la ley eterna”; es “amor de sí hasta el desprecio de Dios”
El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él
nuestros corazones; el pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el
vicio por la repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que
oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal.
Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el
sentido moral hasta su raíz.
La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas.
La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: “Las
obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría,
hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones,
envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo
como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de
Dios” Gálatas 5, 19-21
Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto
humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o
según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que
se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados
espirituales y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u
omisión. La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre
voluntad, según la enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las intenciones
malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios,
injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre” Mateo 15,19-20. En el
corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la
que hiere el pecado.
El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una
responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:
- Participando directa y voluntariamente;
- Ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;
- No revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo;
- Protegiendo a los que hacen el mal.
Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o
también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia
cristiana ha distinguido. Son llamados capitales porque generan otros pecados,
otros vicios, ellos son: la soberbia, la avaricia, la envidia, la
ira, la lujuria, la gula, la pereza.
(Fuente: Catecismo de la Iglesia Católica No. 1849 - 1850 - 1852 - 1853 - 1865 - 1866 - 1868)
¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad,
por tu gran compasión, borra mis faltas!
¡Lávame totalmente de mi culpa
y purifícame de mi pecado!
Porque yo reconozco mis faltas
y mi pecado está siempre ante mí.
Contra ti, contra ti solo pequé
e hice lo que es malo a tus ojos.
Por eso, será justa tu sentencia
y tu juicio será irreprochable;
7 yo soy culpable desde que nací;
pecador me concibió mi madre.
Tú amas la sinceridad del corazón
y me enseñas la sabiduría en mi interior.
Purifícame con el hisopo y quedaré limpio;
lávame, y quedaré más blanco que la nieve.
Anúnciame el gozo y la alegría:
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta tu vista de mis pecados
y borra todas mis culpas.
Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de mi espíritu.
No me arrojes lejos de tu presencia
ni retires de mí tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
que tu espíritu generoso me sostenga:
yo enseñaré tu camino a los impíos
y los pecadores volverán a ti.
¡Líbrame de la muerte, Dios, salvador mío,
y mi lengua anunciará tu justicia!
Abre mis labios, Señor,
y mi boca proclamará tu alabanza.
Los sacrificios no te satisfacen;
si ofrezco un holocausto, no lo aceptas:
mi sacrificio es un espíritu contrito,
tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
Salmo 51, 3-19
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