martes, 29 de abril de 2014

La alegría Pascual


Joseph Ratzinger


 

 El contenido profundo de este día es para nosotros más difícil de comprender que el de la Navidad. Cristo ha abierto un paso hacia un nuevo espacio más allá de la muerte
La claridad y la alegría, que para gran parte de nosotros están unidas al pensamiento de la Pascua, no pueden cambiar nada respecto al hecho de que el contenido profundo de este día sea para nosotros más difícil de comprender que el de la Navidad. El nacimiento, la infancia, la familia, todo eso es parte de nuestro mundo de experiencias. Que Dios haya sido un niño y haya hecho así grande a lo pequeño, y humano, cercano y comprensible a lo grande, es un pensamiento que nos toca de un modo muy directo. Según nuestra fe, en el nacimiento en Belén, Dios ha entrado en el mundo y esto lleva una huella de luz hasta los hombres, los cuales no están en grado de acoger la noticia tal y como es.
Con la Pascua es distinto: aquí Dios no ha entrado en nuestra vida habitual, sino que, entre sus confines, ha abierto un paso hacia un nuevo espacio más allá de la muerte. Él no nos sigue ya, sino que nos precede y sostiene la antorcha en el interior de una extensión inexplorada para animarnos a seguirle. Pero, desde el momento en el que nosotros ahora sólo conocemos aquello que está a este lado de la muerte, no podemos relacionar ninguna de nuestras experiencias con esta noticia.
Ningún concepto puede venir en auxilio de la palabra; permanece una salida en lo desconocido; y en esto percibimos dolorosamente la miopía y limitación de nuestros pasos. Y, con todo, es estimulante pensar que ahora, por lo menos a través de la palabra de uno que sabe, experimentamos aquello frente a lo que nadie puede quedar indiferente. Con enorme curiosidad, en los últimos años, se han recogido las narraciones de personas que, habiendo pasado por una muerte clínica, afirman haber percibido lo imperceptible y pueden aparentemente decir qué hay después de la oscura puerta de la muerte. Esta curiosidad muestra cómo se abre camino en nosotros de un modo apremiante la cuestión de la muerte. Pero todas estas narraciones son inadecuadas, puesto que todos estos testigos no habían muerto realmente, sino que han debido sólo probar la particular experiencia de una condición extrema de la vida y de la conciencia humana.
Ninguno puede decir si su experiencia se habría confirmado en el caso de que hubiesen muerto realmente. Pero Aquel del que habla la Pascua, Jesucristo, realmente «descendió al reino de los muertos». Él ha respondido a la petición del rico Epulón: «¡Envía arriba a alguno del mundo de los muertos, para que así creamos!» Él, el verdadero Lázaro, ha venido de allá a fin de que nosotros creamos. ¿Lo hacemos ahora? No llega trayendo noticias y emocionantes descripciones del más allá. En cambio, nos ha dicho que prepara las moradas.
¿No es ésta la más emocionante novedad de la Historia, aunque sea dicha sin despertar sensaciones? La Pascua tiene que ver con lo inconcebible; su evento nos sale al encuentro en un primer momento sólo a través de la Palabra, no a través de los sentidos. Tanto más importante es entonces dejarse aferrar un día por la grandeza de esta Palabra. Pero, puesto que ahora pensamos con los sentidos, la fe de la Iglesia ha traducido desde siempre la Palabra pascual también en símbolos que hacen presagiar lo no dicho de la Palabra. El símbolo de la luz (y con él el del fuego) juega un papel importante; el saludo al cirio pascual, que en la iglesia oscura pasa a ser el signo de la vida, es para el vencedor sobre la muerte. El acontecimiento de entonces viene así traducido en nuestro presente: donde la luz vence la oscuridad, acontece algo de la resurrección. La bendición del agua pone de relieve otro elemento de la creación como símbolo de la resurrección: el agua puede tener en sí algo de amenazador, ser un arma de la muerte. Pero el agua viva de la fuente representa la fecundidad que, en medio del desierto, edifica oasis de vida.
Un tercer símbolo es de otro tipo distinto: el canto del Aleluya, el canto solemne de la liturgia pascual, muestra que la voz humana no sabe solamente gritar, gemir, llorar, hablar, sino justamente cantar. El hecho de que, además, el hombre sea capaz de evocar las voces de la creación y transformarlas en armonía, ¿no nos permite presagiar, de modo maravilloso, de qué transformaciones somos capaces nosotros mismos y la creación? ¿No es éste un signo admirable de esperanza, en virtud de la cual podemos presagiar el futuro y, a un tiempo, acogerlo como posibilidad y presencia?
En las grandes solemnidades de la Iglesia, la creación participa en la fiesta; o viceversa: en estas solemnidades entramos en el ritmo de la tierra y de las estrellas, y hacemos nuestro su conocimiento. Por esto, la nueva mañana de la naturaleza que señala la primera luna llena de la primavera forma parte tan real del mensaje pascual: la creación habla de nosotros y a nosotros; nos comprendemos correctamente a nosotros mismos y a Cristo sólo si aprendemos a escuchar también las voces de la creación.





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