Reflexiones del prelado del Opus Dei sobre la Evangelii Gaudium, en el diario Avvenire (Italia)
24 de febrero de 2014 Mons. Javier Echevarría // Avvenire
“Llegamos a ser plenamente humanos
cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve
más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero.
Allí está el manantial de la acción evangelizadora.
Porque, si alguien
ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede
contener el deseo de comunicarlo a otros?”. Con estas palabras de Evangelii gaudium
(n. 8), el Papa Francisco evoca nuestra divinización, esa elevación que
se nos concede como don de Dios. En Cristo descubrimos quién es la
persona humana y la grandeza de su vocación (cf. Gaudium et spes, 22).
Del encuentro con Jesús nace el deseo de compartir esa alegría con los
demás (cf. EG 3). Francisco nos invita a “salir de la propia comodidad y
atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del
Evangelio” (EG 20). En efecto, inquieta que “tantos hermanos nuestros
vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo”
(EG 49). Esta me parece que puede considerarse como una de las grandes
enseñanzas de la Exhortación apostólica para la Iglesia contemporánea.
La “salida” a la que nos invita el Papa,
expresa lo que se ha denominado tradicionalmente en la Iglesia con los
términos “apostolado” y “evangelización”: labor que se caracteriza,
entre otras cosas, por un absoluto respeto de la libertad, y se aleja de
la acepción negativa –que ha tomado principalmente en el siglo XX– el
vocablo “proselitismo”.
Lo señala el Papa en el n. 14 al afirmar que “la
Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción»”. En la
enseñanza de Cristo hay una evidente exclusión de cualquier actitud que
no respete la libertad de los demás e ignore la dignidad de la persona.
Dios quiere ser amado de verdad, lo que presupone una elección libre.
Toda vocación es una historia de amor y un encuentro de dos libertades:
la llamada de Dios y la respuesta del hombre.
Cualquier tipo de coacción, física o
moral, es incompatible con la dignidad humana y el mensaje del
Evangelio. El cardenal Bergoglio siempre alertó sobre aquellas sectas
que, con dinero, con promesas materiales, con medios turbios, buscan
enrolar a personas que quizá se encuentran en situación de miseria:
aprovechan quizá una sed de Dios que nosotros, los cristianos, no
siempre hemos sabido percibir.
La clave que define una actitud
auténticamente cristiana está en el Amor. El Papa Francisco emplea
palabras y tiene gestos evangélicos que lo manifiestan: “invito” (EG 3,
18, 33, 108), “insisto” (EG 3); habla del “corazón rebosante” (EG 5) y
anima a entrar “en ese río de alegría” (EG 5) que es la comunidad
cristiana; empuja a no poner condiciones innecesarias a la recepción del
bautismo o del sacramento de la confirmación. Recientemente, en un
Ángelus, Francisco hacía considerar que Cristo quizá estaba pasando en
medio de los que le escuchaban en la plaza de San Pedro.
«Entrar». Jesucristo increpó duramente a
los escribas y fariseos: “Ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los
que quieren entrar” (Mt 23,13). Dejar entrar, permitir que se entre,
invitar a entrar: esa fuerza que atrae es -decía san Josemaría-
“abundancia de luz”, simpatía humana, oración y sacrificio personal,
presencia de Cristo en el cristiano: “Amor verdadero es salir de sí
mismo, entregarse” (Es Cristo que pasa, 43). Este es el
sentido del apostolado cristiano, el sentido original del término
proselitismo, como tradicionalmente se entendió en la Iglesia, tomado
del hebraísmo. Lacordaire empleaba esta fórmula lapidaria: “Como no hay
cristiano sin amor, tampoco hay cristiano sin proselitismo”.
El apostolado de persona a persona
supone dedicar tiempo al prójimo y no tiene otra fuerza que la de la
oración, de la paciencia caritativa, de la comprensión, de la amistad,
del amor por la libertad. Supone un salir de sí mismo para preocuparse
por los demás y compartir con ellos lo más verdadero, bonito y bello:
nuestra vocación cristiana. Una conversación “siempre respetuosa y
amable”; el primer momento “es un diálogo personal, donde la otra
persona se expresa y comparte sus alegrías, sus esperanzas, las
inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el corazón”
(EG 128). El “sígueme” de Cristo, lejos de forzar, respeta la libertad
de cada uno. Lo manifiesta de modo tristemente elocuente el diálogo con
el joven rico. ¿Y hoy? Francisco señala que “cuando más necesitamos un
dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten
el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y
tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su
tiempo libre” (EG 81).
La luz del Evangelio es “una luz que
atrae” (EG 100) pues es la ley del amor que nos invita a hacer el bien
(EG 100-101). Al ver las buenas obras del cristiano, el prójimo está
llevado a dar gloria a Dios (cf. Mt 5,16): descubrir y alabar el
inefable amor de Dios, una luz divina, no sencillamente humana. En este
sentido, el apostolado –el celo santo por las almas- es dar testimonio
de la luz, como dice san Juan (1,7), dar abundancia de luz, sin la más
mínima sombra de imposición, con suma delicadeza, pues Dios solo quiere
amor y, por esto, actúa con mansedumbre: con vigor y benignidad (cf. Sab
8,1). En su Mensaje para la XX Jornada mundial de oración por las
vocaciones (2 de febrero de 1983), Juan Pablo II afirmaba: “No debe
existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven o
menos joven la llamada del Señor. Es un acto de estima y confianza.
Puede ser un momento de luz y de gracia”.
“No actuéis por rivalidad ni por
vanagloria, sino con humildad, considerando cada uno a los demás como
superiores, buscando no el propio interés, sino el de los demás” (Fil 2,
3-4). Es precisamente ese buscar el bien de los demás lo que lleva a
compartir con ellos el amor de Jesucristo, haciendo propios los
sentimientos del Señor, proyectados hacia el futuro de la Iglesia, como
su Cuerpo en el cual somos todos miembros. Se vence la posible timidez,
que podría denotar una falta de fe y de humildad, con la luz de Cristo
que transmite cada cristiano.
¿Qué luz? Benedicto XVI concluía su
primera encíclica con estas palabras: “El amor es una luz -en el fondo
la única- que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la
fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos
ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el
amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo” (Deus caritas est,
39). En perfecta continuidad, Francisco señala en su primera encíclica
que “el movimiento de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu ha
recorrido nuestra historia; Cristo nos atrae a sí para salvarnos (cf. Jn
12, 32)” (Lumen fidei, 59).
En las antípodas de un proselitismo
malentendido que no respeta la persona, se encuentra un apostolado
concebido como atracción, es decir, la propuesta, transparente y
respetuosa, de una dedicación generosa -justo a la que se refiere el
Papa- que engloba un testimonio plenamente consciente de la libertad y
dignidad de la persona, y hace que el corazón del cristiano participe
del amor divino y humano de Jesús. Un corazón que no puede contener sus
deseos de comunicar la alegría del Evangelio.
+ Javier Echevarría
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