lunes, 6 de noviembre de 2017

Dar nos hace libres.



En tiempos difíciles, cuando se pierden los referentes externos y el temor asecha, hemos de recurrir a la fuente inagotable del corazón para afianzar la solidaridad y hacer aparecer, cada uno, lo mejor de sí.
Existe una frontera casi diafragmática entre la pobreza y la miseria. La falta de recursos para satisfacer las necesidades, de muchas y muy variadas formas, va minando gradualmente el libre desarrollo de la persona y, en casos extremos, llega a devastar la propia dignidad.
En una heroica batalla cotidiana por la supervivencia los pobres se enfrentan a un cúmulo de necesidades que, generalmente, quedan reducidas a las más perentorias como la alimentación y el simple vestido.
           La adquisición de alimentos y medicamentos básicos se ha convertido entre nosotros en una constante urgencia que desgarra los nervios del más ecuánime. Un incontable número de hermanos nuestros, ya cercano al 80% de los venezolanos, ven transcurrir su vida en medio de múltiples e inconfesables injusticias que, a cada minuto, atentan  contra su esperanza.
En una realidad de pasmosa escasez, mantener la fe se convierte en un testimonio martirial que marca la diferencia entre pobreza y miseria. Lamentablemente, en no pocos casos, ese equilibrio se rompe y la miseria se impone. Su efecto más notorio es la falta de solidaridad entre los pobres.
En el contexto de nuestra fe cristiana la pobreza extrema es una herramienta del demonio, y de los gobiernos malévolos, en su empeño por esclavizarnos al mundo de las sombras.
En esta agotadora lucha por la supervivencia, la solidaridad es el único acicate para mantenerse libre. Dar de lo poco que se tiene y aliviar el sufrimiento de quienes tienen aún menos es uno de los más valientes ejercicios de libertad.
Cuando los pobres comparten entre ellos se produce uno de los más inauditos testimonios de la caridad, como la viuda del Evangelio, quien ofrendó en el templo, no lo que le sobraba, sino aquello que necesitaba para sobrevivir.
            En los terribles tiempos que vivimos, promover la solidaridad entre los pobres y, más aún, constatarla como un hecho cierto le da oxígeno a la esperanza.


Cuando un pobre da sin miedo, la libertad se crece.


Es como si desde la pobreza misma se desafiara a la injusticia que la ocasiona. 
Mientras los pobres mantengan la solidaridad entre ellos, el Evangelio se estará cumpliendo entre nosotros. Al contrario, cuando los pobres tienen miedo de dar se hacen esclavos de sus temores y pierden la libertad en una vergonzosa entrega a la desesperanza. Es cuando el mundo de la pobreza pierda su dignidad, se vuelve gris y las sombras de la miseria pasan a reinar en los corazones.
La lucha del cristiano siempre se identificará con la generosidad, con la solidaridad. Todo lo contrario es miseria, que es por definición la incapacidad de dar y recibir con corazón abierto y agradecido.
Al observar a un pobre dando de sí mismo podremos regocijarnos en la certeza de que este mundo nuestro está recibiendo una nueva oportunidad.

Alberto José Gutiérrez, sacerdote católico.

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