En tiempos
difíciles, cuando se pierden los referentes externos y el temor asecha, hemos
de recurrir a la fuente inagotable del corazón para afianzar la solidaridad y
hacer aparecer, cada uno, lo mejor de sí.
Existe una
frontera casi diafragmática entre la pobreza y la miseria. La falta de recursos
para satisfacer las necesidades, de muchas y muy variadas formas, va minando
gradualmente el libre desarrollo de la persona y, en casos extremos, llega a
devastar la propia dignidad.
En
una heroica batalla cotidiana por la supervivencia los pobres se
enfrentan a un cúmulo de necesidades que, generalmente, quedan reducidas a las
más perentorias como la alimentación y el simple vestido.
La adquisición de alimentos y medicamentos básicos se ha convertido entre
nosotros en una constante urgencia que desgarra los nervios del más ecuánime.
Un incontable número de hermanos nuestros, ya cercano al 80% de los
venezolanos, ven transcurrir su vida en medio de múltiples e inconfesables
injusticias que, a cada minuto, atentan contra su esperanza.
En una
realidad de pasmosa escasez, mantener la fe se convierte en un testimonio
martirial que marca la diferencia entre pobreza y miseria. Lamentablemente, en
no pocos casos, ese equilibrio se rompe y la miseria se impone. Su efecto más
notorio es la falta de solidaridad entre los pobres.
En el
contexto de nuestra fe cristiana la pobreza extrema es una herramienta del
demonio, y de los gobiernos malévolos, en su empeño por esclavizarnos al mundo
de las sombras.
En esta
agotadora lucha por la supervivencia, la solidaridad es el único acicate para
mantenerse libre. Dar de lo poco que se tiene y aliviar el sufrimiento de
quienes tienen aún menos es uno de los más valientes ejercicios de libertad.
Cuando los
pobres comparten entre ellos se produce uno de los más inauditos testimonios de
la caridad, como la viuda del Evangelio, quien ofrendó en el templo, no lo que
le sobraba, sino aquello que necesitaba para sobrevivir.
En
los terribles tiempos que vivimos, promover la solidaridad entre los pobres y,
más aún, constatarla como un hecho cierto le da oxígeno a la esperanza.
Cuando un pobre da sin miedo, la libertad se crece.
Es como si desde la pobreza misma se desafiara a la injusticia que la ocasiona.
Mientras
los pobres mantengan la solidaridad entre ellos, el Evangelio se estará
cumpliendo entre nosotros. Al contrario, cuando los pobres tienen miedo de dar
se hacen esclavos de sus temores y pierden la libertad en una vergonzosa
entrega a la desesperanza. Es cuando el mundo de la pobreza pierda su dignidad,
se vuelve gris y las sombras de la miseria pasan a reinar en los corazones.
La lucha
del cristiano siempre se identificará con la generosidad, con la solidaridad.
Todo lo contrario es miseria, que es por definición la incapacidad de dar y
recibir con corazón abierto y agradecido.
Al
observar a un pobre dando de sí mismo podremos regocijarnos en la certeza de
que este mundo nuestro está recibiendo una nueva oportunidad.
Alberto José Gutiérrez, sacerdote
católico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario