El movimiento de la libertad tiene su energía en el deseo
de amar y ser amado. El corazón humano es corazón de deseo, siempre buscando a
quién entregarse o qué o quien pueda satisfacer su anhelo más profundo, pero
cuando la libertad se desvincula del amor, no sólo no desaparece la fuerza del
deseo sino que hipertrofiado, hace experimentar la libertad sólo como
satisfacción de los deseos. La libertad, movida por el deseo, da vueltas sobre
sí misma en ejercicio vertiginoso, satisface los deseos, pero no el deseo más
profundo del corazón. Así, se desea más y más, queriendo atraer hacia sí bienes
y honores o dejándose arrastrar por seductoras promesas de satisfacciones
siempre insuficientes.
Las apetencias de bienes reclaman más dinero, las de honores
más poder; y el deseo de pasarlo bien a cualquier precio exige una coartada
cultural que legitime el propio bienestar a base de bienes y honores, aun a
costa de los otros; y si la felicidad anhelada no llega, o es fugaz, dejando
una ausencia amarga, aparece una voz que recuerda: no ha sido suficiente, es
preciso tener más, poder más, gozar más, en ejercicio sin fin de entrega de la
propia libertad a ídolos que no pueden dar lo que prometen. Honores y bienes se
juegan en la relación social. El deseo de más para mí provoca inevitablemente
un conflicto de intereses con otros corazones de deseo, y un enfrentamiento de
las ideologías que legitiman las posiciones de cada cual en el conflicto.
La pretensión de ganarse la vida, con bienes y honores,
se expresa social e históricamente en el combate por triunfar en el terreno en
el terreno económico, político y cultural. Brotan así cadenas de injusticia económica,
de opresión política y de manipulación cultural, que tienen sus raíces en el
corazón vuelto sobre sí, pero una vez instaladas en el mundo parecen tomar vida
propia al no haberse cegado los manantiales más profundos de donde surge el encadenamiento.
El deseo no sabe de entrega, se interpreta a sí mismo como
apropiación. Por ello, para liberar la libertad es preciso purificar el deseo
de la apropiación, cortar con la imparable demanda de satisfacciones del propio
cuerpo, romper con gustos y caprichos, pero también renunciar a derechos y
pretensiones legítimas, para alcanzar así la libertad interior respecto de los bienes
e inaugurar una relación nueva con ellos.
Ayuda, en este camino de liberación, el ejercicio de una
solidaridad equivalente con los empobrecidos de la tierra. Se trata de sentir
como propias las condiciones de vida de aquellos con los que uno quiere ser
solidario para compartir, creciendo hacia abajo, su suerte. La conciencia real
de fraternidad ayuda a liberar el corazón de las cadenas de la apropiación, haciendo
que sea posible que, no cerrándose sobre sí mismo, brote la carne sana.
El afán de honores lleva a la persona a cultivar las apariencias.
Para ello se niega todo aquello que amenace el pedestal y se disfraza el yo de
todo lo que pueda hacerlo amable o temible, polos contrarios del mismo deseo de
ser reconocido. En ambos casos se miente. Por eso es preciso liberar la
libertad de la mentira.
Esta cadena sólo la rompe la humildad, que es reconocimiento
íntimo de la verdad del propio ser. Eso sí, cuando nos asomamos a esa verdad
abismal, sólo aparece la humildad si lo hacemos sostenidos por una secreta
confianza: así somos queridos. Esta purificación o liberación del corazón hace
posible que el deseo se convierta en energía que nos ayuda a salir de nosotros
mismos. La expresión más clara de lo que significa amor libre es amor
gratuito, que no espera nada a cambio de la entrega de sí, ni bienes ni honores,
ni reconocimiento ni agradecimiento. Pero, ¿hay alguien que pueda amar
así? La libertad sola no puede y se encierra en el vértigo de sus deseos.
Por eso, necesitamos un Libertador y, afortunadamente, lo tenemos:
Jesucristo ha venido a hacernos libres con su libertad de hijos de Dios. Su amor es tan inmenso y la verdad de su misericordia tan iluminadora, que el corazón orienta su deseo hacia la plenitud, comenzando así la satisfacción del deseo más profundo: ser como Dios, que es amor.
Alberto
José Gutiérrez, sacerdote católico
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