Uno
de los puntos neurálgicos del pontificado de Francisco es aquel de “ir a las
periferias”, allá donde se desdibujan los paradigmas. Es un llamado a sacudirse
la frialdad y la indiferencia que pregonan la felicidad como una experiencia
opuesta al sufrimiento.
Con
un llamado apremiante a descubrir que la existencia de un referente moral trascendente
no depende de nuestras propias concepciones ideológicas, sino que existe “per
se”, Francisco constantemente nos invita a descubrir que el amor de Dios rige
más allá de filosofías políticas, sociales o culturales. Dicho de otro modo,
Dios no es una creación humana y la realización perfecta de las aspiraciones
humanas trasciende a sólo esta vida y estas circunstancias.
Constantemente el Papa Francisco nos
apremia a no pasar de largo ante el sufrimiento humano. Ese sufrimiento que se constata
en la injusticia diaria por la escasez y precariedad en la que viven millones
de hermanos nuestros, quienes tienen un acceso marginal a los alimentos, las
medicinas y los servicios básicos que garanticen mínimamente la calidad de
vida; y que se traduce en hambre, desnudez y enfermedad; realidades ante las
cuales nuestra indiferencia es una bofetada a la caridad cristiana.
El
seguimiento de Jesús es mucho más que una decisión y una cuestión personal, es
una realidad eclesial. A Jesús se le sigue con la cruz en la Iglesia, cargando no sólo
nuestras propias debilidades, miserias y limitaciones sino, necesariamente,
cargando la historia de nuestros hermanos, siendo solidarios con ellos,
compartiendo el pan y el vino, el techo y la cobija.

Tomar la cruz y seguir a Jesucristo es mucho más que proclamarle Señor con la palabra o creer en el corazón que él es el “Mesías, el Hijo de Dios vivo”, es vivir la dimensión social-comunitaria de la salvación. La cruz no es sólo una realidad personal. En la cruz de Cristo estamos clavados todos.
Un
cristianismo sin cruz, sin sufrimiento, es una entelequia, una ideología. Reducir la cruz a un sentido meramente católico la hace excluyente. La cruz es un signo de humanidad, de totalidad.
La
consecución de la felicidad por la cruz está en el núcleo mismo de la fe.
Seguir a Cristo negando la cruz es negarle a él y negarse a sí mismo. Más aún,
un cristianismo que no sale de la mismidad, que no trasciende a las
aspiraciones propias, no es más que una caricatura del Evangelio, porque la
cruz se convierte en un lugar vacío, sin sangre ni amor de Dios.

Alberto
José Gutiérrez, sacerdote católico.
@alberguti
en Twitter
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