miércoles, 15 de noviembre de 2017

Seguir a Jesucristo en el sufrimiento de la Iglesia

 Uno de los puntos neurálgicos del pontificado de Francisco es aquel de “ir a las periferias”, allá donde se desdibujan los paradigmas. Es un llamado a sacudirse la frialdad y la indiferencia que pregonan la felicidad como una experiencia opuesta al sufrimiento.
Con un llamado apremiante a descubrir que la existencia de un referente moral trascendente no depende de nuestras propias concepciones ideológicas, sino que existe “per se”, Francisco constantemente nos invita a descubrir que el amor de Dios rige más allá de filosofías políticas, sociales o culturales. Dicho de otro modo, Dios no es una creación humana y la realización perfecta de las aspiraciones humanas trasciende a sólo esta vida y estas circunstancias.
Constantemente el Papa Francisco nos apremia a no pasar de largo ante el sufrimiento humano. Ese sufrimiento que se constata en la injusticia diaria por la escasez y precariedad en la que viven millones de hermanos nuestros, quienes tienen un acceso marginal a los alimentos, las medicinas y los servicios básicos que garanticen mínimamente la calidad de vida; y que se traduce en hambre, desnudez y enfermedad; realidades ante las cuales nuestra indiferencia es una bofetada a la caridad cristiana.
El seguimiento de Jesús es mucho más que una decisión y una cuestión personal, es una realidad eclesial. A Jesús se le sigue con la cruz en la Iglesia, cargando no sólo nuestras propias debilidades, miserias y limitaciones sino, necesariamente, cargando la historia de nuestros hermanos, siendo solidarios con ellos, compartiendo el pan y el vino, el techo y la cobija.
Cuando Cristo nos llama a cargar nuestra cruz y seguirle, nos está llamando a cargar nuestra historia y la de nuestro prójimo, a reconciliarnos con ella. Nos está llamando a mirar con amor y gratitud nuestra vida y la de nuestros hermanos y a ver en ellas la propia historia de salvación como un don del Padre bueno, cuya presencia se hace palpable por hechos concretos. Descubrir esa presencia amorosa del Dios Padre en la historia personal y en la historia de nuestro prójimo es un reto que hemos de enfrentar para que nuestra vida tenga un sentido salvífico.
Tomar la cruz y seguir a Jesucristo es mucho más que proclamarle Señor con la palabra o creer en el corazón que él es el “Mesías, el Hijo de Dios vivo”, es vivir la dimensión social-comunitaria de la salvación. La cruz no es sólo una realidad personal. En la cruz de Cristo estamos clavados todos.
Un cristianismo sin cruz, sin sufrimiento, es una entelequia, una ideología. Reducir la cruz a un sentido meramente católico la hace excluyente. La cruz es un signo de humanidad, de totalidad.
La consecución de la felicidad por la cruz está en el núcleo mismo de la fe. Seguir a Cristo negando la cruz es negarle a él y negarse a sí mismo. Más aún, un cristianismo que no sale de la mismidad, que no trasciende a las aspiraciones propias, no es más que una caricatura del Evangelio, porque la cruz se convierte en un lugar vacío, sin sangre ni amor de Dios.
Cargar la cruz y seguir a Cristo, siendo un don del Espíritu, es sin embargo, una decisión de la voluntad libre que nos compromete con la humanidad toda. Por ello la cruz es el más ecuménico de todos los signos que la semiótica de Dios nos ha regalado, porque la cruz no es un misterio de tolerancia sino uno de amor, en cuyos brazos se dibuja la perfecta convivencia humana, manifestada en la caridad.
 
Alberto José Gutiérrez, sacerdote católico.
@alberguti en Twitter

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