martes, 12 de diciembre de 2017

Adviento, una oportunidad a la esperanza

    La persona humana posee un dinamismo interior que la impulsa a rechazar ser tratada como un objeto, como un medio y no como un fin. El perder ese sentido de ser persona conduce a la baja autoestima y a la auto-aniquilación. Por otro lado, el tratar a otras personas como meros medios por placer, por ganancia económica o por cualquier otro motivo, nos degrada como personas y atenta contra nuestra dignidad.

    A medida que avanzamos en el auto-conocimiento y en el descubrimiento del misterio humano no podemos dejar de preguntarnos ¿de dónde viene ese impulso interior, ese grito de nuestra naturaleza? Y, si sabemos interpretar correctamente los signos de nuestro propio ser, seguramente llegaremos a la conclusión de que ello no tiene otra explicación sino que nuestro valor como persona, nuestra dignidad, existe realmente como una realidad objetiva. La dignidad humana posee una existencia “per se”, es decir, es en sí misma, independientemente de que otros la reconozcan o no. Si ello no fuese así, no tendría ningún sentido hablar de la auto-estima, el fundamento de la psicología.

            Tampoco tendría sentido apelar a la fraternidad social o al sentido de solidaridad cívica. Carecería también de sentido la compasión hacia el prójimo enfermo o de bajos recursos. En realidad, el amor mismo carecería de sentido. Si la dignidad humana no tiene una existencia real, objetiva y propia, entonces el amor no existe, porque el amor y el valor son realidades correlativas, no se ama lo que no vale.

    Aquí se ve con toda claridad que la moral, que es la vida del amor, se funda necesariamente en la dignidad o valor de la persona humana. No sólo eso, sino que, si la dignidad humana es objetiva (existe realmente), entonces se sigue necesariamente que la moral es objetiva, no relativa, que los principios morales son objetivos, no relativos.

            Es por ello que una "moral" relativista es una contradicción en términos y una "moral" utilitarista es una aberración ética. En ambos casos terminan los fuertes, los que tienen poder, voz y voto, oprimiendo a los débiles: los pobres, los marginados, los inmigrantes, los ancianos, los enfermos, los niños no nacidos. Ello ocurre no sólo en sociedades totalitarias, sino también en sociedades democráticas. 

    Pronto llegará la Navidad en momentos especialmente difíciles para Venezuela, no sólo porque hay quienes están empeñados en desconocer el valor superior de la dignidad humana, sino porque acatarradas ideologías políticas fracasadas en muchos países del orbe, se han hecho fuertes entre nosotros y están eclipsando asuntos tan importantes y significativos como la nutrición y salubridad básica de nuestro pueblo, especialmente los más vulnerables, los niños, ancianos y enfermos crónicos.

            Especialmente, en un país que dice ser mayoritariamente católico, causa admiración el mutismo y condescendencia generalizada frente a estos temas. Sin embargo, el tiempo de Adviento se nos viene como una campanada de esperanza y la Navidad que se acerca nos renueva como un signo de luz y de vida.

    Se espera a un niño que va a nacer y, junto a él, el mundo queda en silencio y admiración. En los días que nos separan de la Noche Buena, el niño está todavía en el vientre de su Madre, es el niño por nacer. Gracias a que hace poco más de 2000 años, una joven sencilla aceptó el don de la vida, a pesar del peligro que corría, a pesar del misterio. Ella dijo sí a Dios. Permitió que ese niño naciera. Tuvo esperanza y se sostuvo en el amor. Confió en Dios y supo esperar en él. Todo estaba en su contra, estaba embarazada y era virgen. En esa época se apedreaba a las mujeres adúlteras. Podía ser abandonada por su marido, quedaba expuesta a la soledad y a la venganza de la gente de su tiempo, pero ella dijo sí para regalarnos la primera Navidad.



    Hoy, por mucho menos, se pierde la esperanza y hasta se aborta a los niños negándoles la oportunidad de vivir. Se ponen muchas excusas de diferentes motivos: políticos, económicos, sociales, familiares, y de todo tipo para abandonarse en la desesperanza y perder la fe, siendo indiferentes ante el sufrimiento de los inocentes.

    Frente a tanta indolencia, frente a tanto miedo de amar, la respuesta está en el niño que nace en un pesebre. Allí, en su presencia, está el triunfo del bien sobre el mal, del amor sobre el egoísmo, el triunfo de la dignidad humana sobre la miseria. 

Gracias a que ese Niño nace, podemos seguir esperando, podemos seguir amando.

Alberto José Gutiérrez, sacerdote católico.

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