La persona humana posee un dinamismo interior que la
impulsa a rechazar ser tratada como un objeto, como un medio y no como un fin.
El perder ese sentido de ser persona conduce a la baja autoestima y a la auto-aniquilación.
Por otro lado, el tratar a otras personas como meros medios por placer, por
ganancia económica o por cualquier otro motivo, nos degrada como personas y
atenta contra nuestra dignidad.
A medida que avanzamos en el auto-conocimiento y en
el descubrimiento del misterio humano no podemos dejar de preguntarnos ¿de
dónde viene ese impulso interior, ese grito de nuestra naturaleza? Y, si
sabemos interpretar correctamente los signos de nuestro propio ser, seguramente
llegaremos a la conclusión de que ello no tiene otra explicación sino que
nuestro valor como persona, nuestra dignidad, existe realmente como una
realidad objetiva. La dignidad humana posee una existencia “per se”, es decir,
es en sí misma, independientemente de que otros la reconozcan o no. Si ello no
fuese así, no tendría ningún sentido hablar de la auto-estima, el fundamento de
la psicología.
Tampoco tendría sentido apelar a la fraternidad social o al sentido de
solidaridad cívica. Carecería también de sentido la compasión hacia el prójimo
enfermo o de bajos recursos. En realidad, el amor mismo carecería de sentido.
Si la dignidad humana no tiene una existencia real, objetiva y propia, entonces
el amor no existe, porque el amor y el valor son realidades correlativas, no se
ama lo que no vale.
Aquí se ve con toda claridad que la moral, que es la
vida del amor, se funda necesariamente en la dignidad o valor de la persona
humana. No sólo eso, sino que, si la dignidad humana es objetiva (existe
realmente), entonces se sigue necesariamente que la moral es objetiva, no
relativa, que los principios morales son objetivos, no relativos.
Es
por ello que una "moral" relativista es una contradicción en términos
y una "moral" utilitarista es una aberración ética. En ambos casos
terminan los fuertes, los que tienen poder, voz y voto, oprimiendo a los
débiles: los pobres, los marginados, los inmigrantes, los ancianos, los
enfermos, los niños no nacidos. Ello ocurre no sólo en sociedades totalitarias,
sino también en sociedades democráticas.

Especialmente, en un país que dice ser mayoritariamente católico, causa
admiración el mutismo y condescendencia generalizada frente a estos temas. Sin
embargo, el tiempo de Adviento se nos viene como una campanada de esperanza y
la Navidad que se acerca nos renueva como un signo de luz y de vida.
Se espera a un niño que va a nacer y, junto a él, el
mundo queda en silencio y admiración. En los días que nos separan de la Noche
Buena, el niño está todavía en el vientre de su Madre, es el niño por nacer.
Gracias a que hace poco más de 2000 años, una joven sencilla aceptó el don de
la vida, a pesar del peligro que corría, a pesar del misterio. Ella dijo sí a
Dios. Permitió que ese niño naciera. Tuvo esperanza y se sostuvo en el amor.
Confió en Dios y supo esperar en él. Todo estaba en su contra, estaba
embarazada y era virgen. En esa época se apedreaba a las mujeres adúlteras.
Podía ser abandonada por su marido, quedaba expuesta a la soledad y a la
venganza de la gente de su tiempo, pero ella dijo sí para regalarnos la primera
Navidad.
Hoy, por mucho menos, se pierde la esperanza y hasta
se aborta a los niños negándoles la oportunidad de vivir. Se ponen muchas
excusas de diferentes motivos: políticos, económicos, sociales, familiares, y
de todo tipo para abandonarse en la desesperanza y perder la fe, siendo
indiferentes ante el sufrimiento de los inocentes.
Frente a tanta indolencia, frente a tanto miedo de
amar, la respuesta está en el niño que nace en un pesebre. Allí, en su
presencia, está el triunfo del bien sobre el mal, del amor sobre el egoísmo, el
triunfo de la dignidad humana sobre la miseria.
Gracias a que ese Niño nace, podemos seguir esperando, podemos seguir amando.
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