Todos
cargamos con un sinnúmero de dificultades, con un balance histórico muchas
veces negativo en el que los pesares, los desengaños, los fracasos y los
desamores generalmente tienen un peso específico superior al de nuestros
triunfos y alegrías; y no es que seamos perdedores por naturaleza, sino que la
propia experiencia humana nos somete a un cúmulo de situaciones negativas que
de una u otra forma hacen eco en nuestro modo de ver y de actuar socialmente.
Ese balance ha ido poco a poco marcando la orientación de nuestra vida y
dejando huellas en ella, muchas veces imperceptibles de forma corriente, pero
que constituyen la estructura de lo que en palabras cristianas llamaríamos
"nuestra propia cruz".
Todos,
sin excepción, cargamos una cruz personalísima que se convierte en el lugar de
nuestro sufrimiento histórico; y porque es muy difícil cargarla, hay
tiempos en que tiramos de ella por la vida con gran escándalo y a la vista de
todos, porque no podemos siquiera intentar levantarla con dignidad y
decoro.
Son los momentos en que, agotados
por el peso de la cruz, renegamos de ella y hasta llegamos a odiarla.
Son momentos, días o años de gran confusión espiritual, porque ante su martirio constante empezamos a ignorar la cruz, a negarla, y con ello sólo conseguimos hacerla más pesada.
Es esto, precisamente, lo que nos hace caer ante la mirada seductora del pecado y regodearnos en él.
Es nuestra propia historia de
carencias y debilidades humanas, afectivas, sicológicas, educacionales, etc.,
la que nos hace más proclives al pecado, al rompimiento con el otro.
Cuando Cristo nos llama a cargar nuestra cruz y seguirle, nos está llamando a cargar nuestra historia, a reconciliarnos con ella.
Nos está llamando a mirar con amor
nuestra vida y ver en ella la propia historia de salvación que nos ha
tocado vivir. Una historia en la que la presencia de Dios esta manifiesta de
múltiples formas. Descubrir esa presencia amorosa del Dios Padre en la historia
personal es un reto que hemos de enfrentar para que nuestra vida tenga un real
sentido salvífico.
Con
frecuencia renegamos del peso de nuestra historia, especialmente en los
momentos de mayor debilidad y cuando las pruebas a nuestra resistencia se hacen
más exigentes. Muchas veces hemos deseado dejar atrás nuestra cruz y olvidarnos
de ella, porque se nos ha convertido en una cruz laica, sin sangre ni amor de
Dios, y es algo muy lógico, una cruz sin Cristo es patética,
frustrante y aniquiladora. Una cruz pesada y sola, no tiene
sentido.
Sólo
recostando a Cristo sobre nuestra cruz esta se hace liviana, porque de esa
forma nuestra cruz es asimilada por la Cruz de Cristo, porque Cristo no
murió en su propia cruz, sino en la nuestra, en la de cada uno. Por ello la
Cruz de Cristo es el lugar de encuentro de todas las cruces de todos los seres
humanos a través de toda la historia. Es el lugar en el que todas las miserias
hum
anas han sido reunidas para ser sanadas, para ser perdonadas. Es el lugar de la reconciliación consigo mismo y con el otro.
Es en la
Cruz de Cristo donde definitivamente podemos encontrar sentido al perdón,
porque ella es la fuente inagotable de la misericordia, porque allí
el perdón recibe dimensiones de eternidad, la solidez y profundidad que la
pura buena voluntad humana no puede darle. Lograr que el
perdón sea autentico, requiere la aniquilación de las huellas del
dolor sufrido a causa de la ofensa recibida. No hay otra forma. Cuando se está
dispuesto a perdonar, definitivamente se está dispuesto a olvidar.
Quien pide perdón y quien lo otorga se sitúan en el medio de una confrontación en la esencia de la voluntad misma, mucho más cuando el daño causado ha sido de gran envergadura. Por eso pedir perdón requiere el ejercicio de un acto de valentía apoyada en el amor en la dimensión de la Cruz de Cristo.
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