Primera Palabra: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).
El Señor Jesús perdona desde el dolor indecible de sentir desgarrado su cuerpo por los clavos de la cruz, desde la conmoción que le ha causado la deserción, la traición de sus amigos que le han dejado en una soledad espantosa, él perdona desde la infamia de ser considerado un deshecho, perdona a quienes con saña y morbo, ventaja y cobardía lo están matando.
En
circunstancias históricas corrientes, aún desde la comodidad del reclinatorio,
del sillón o del teclado del computador a todos nos resulta no poco difícil
concebir el perdón. No digamos lo que significa estar llamados a perdonar desde
la cola para obtener alimentos o medicamentos mientras somos extorsionados con
precios inalcan
zables, desde la carencia de servicios públicos eficientes y suficientes, desde la impotencia de llevar a nuestros enfermos a hospitales sin cama ni insumos, o desde las farmacias sin medicamentos, los supermercados sin comida y los bancos sin dinero; o desde el sufrimiento de la cruz de ver partir a nuestros hijos para convertirse en exiliados, desde el dolor de sentir la familia dividida, desde el temor a perder la libertad por la supresión gradual y sostenida de nuestros derechos. Desde la realidad histórica de tanta injusticia y calamidad!!!!
Seremos
nosotros capaces de invocar el perdón de Dios sobre aquellos que son culpables
de robarnos la vida y la alegría? Podremos, como Cristo, desde nuestros sufrimientos
y agonías, perdonar al verdugo que los ocasiona y desde nuestra propia cruz
exclamar con el Señor: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen?
El Señor
Jesús dirige esta palabra a uno de los ladrones crucificados junto a él. Hace
esta promesa precisamente a uno que “encontrándose en el mismo suplicio” no
sólo ha hecho un acto especial de contrición, sino que se conmueve por las
injurias que le gritan a Jesús, le defiende y se compadece de él. La contrición
y arrepentimiento sincero le alcanzan al ladrón esta promesa de la boca de
aquel que con su muerte en la cruz está abriendo el Paraíso que por el pecado
de Adán había sido cerrado y su gesto misericordioso y compasivo al reconocer la
inocencia de Jesús y lamentarse de la infamia que sufre, hacen que el Señor se
mueva a gratitud y le anuncie el premio a su conversión y a su bondad.
Lo que
más destaca en la actitud del ladrón es descubrir el misterio de Cristo como su
salvador en el momento en el que Jesús aparece humanamente fracasado, derrotado
y vencido; reconocer la verdad de Jesús en la humillación, en el dolor y en la
amargura de la cruz, no se deja llevar ni convencer por la opinión de los
judíos y los soldados, que se burlaban de Cristo. Mientras los poderosos le
dicen a Cristo que “se baje de la Cruz”, porque no pueden creer que un hombre
crucificado, humillado, vencido y agonizante pueda ser el Mesías, el ladrón, en
cambio, iluminado por la fe y habiendo recibido la gracia de la contrición
perfecta, reconoce en Cristo crucificado a su rey y salvador.
Debido a la fortaleza de su fe, y a pesar de estar él mismo
crucificado, el ladrón no le pide a Cristo que “baje de la Cruz”, sino que le
dice: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Él sabe que Cristo ha de
morir, pero sabe también, por la fe, que la muerte no será el final de aquel
que padece a su lado.
La fe
del ladrón pareciera, de algún modo misterioso, intuir que la cruz conduce a la
vida y que luego de ella viene algo infinitamente superior. Su mérito es el de
quien no sólo acepta su propio sufrimiento sino que lo ve iluminado por el
sufrimiento de Cristo, paradoja de quien en la ignominia más abominable
reconoce la verdad.
Ojalá
nosotros, como el ladrón arrepentido, no sólo podamos convertirnos honestamente
al Señor, sino que además seamos capaces de reconocerle allende las apariencias
y los honores humanos para descubrirle en la pobreza y el sufrimiento de tantos
hermanos nuestros crucificados en el diario trajinar, con sus derechos
pisoteados, llenos de temor ante las inmensas necesidades que sufren.
Indudablemente la misericordia del Señor está mucho más
allá de nuestras miserias, pero es necesario que reconozcamos nuestras culpas
y, además, seamos compasivos con los hermanos que comparten nuestro camino y
nuestras luchas, no importa si en esas bregas diarias pensamos y sentimos
diferente.
Reconocer a Cristo en el misterio de la cruz, de la humillación,
de la pobreza, de la carencia de éxito en términos humanos es encontrarse con
él en los empobrecidos de la tierra, en los marginados, en los abusados y
utilizados por los sistemas y esquemas de opresión que los manipulan y engañan
con falsas promesas de desarrollo que en lugar de liberarles les esclavizan a
ideologías reduccionistas, ya sean de carácter político o de cualquier otra
índole.
Entre la larga lista de títulos y dignidades que la teología le concede a la Virgen María, me gusta regodearme en los dos títulos que el propio Jesús le da en la Cruz: Mujer y Madre.
Esta
Palabra del Señor, dirigida desde el Misterio de la Cruz a su propia
madre y al discípulo predilecto, puede considerarse el acto de misericordia por
el cual el Señor engendra una 'nueva familia' con la misión de extender y hacer
universal aquella revelación que, hasta entonces, había sido una realidad
local, limitada.
Esta
nueva familia, la Iglesia, nacida del costado de Cristo traspasado en la
cruz por la lanza del centurión romano, recibe al pie del madero el don
inestimable de tener como Madre a la propia Madre del Señor .
Es la completez de la nueva economía
de la salvación realizada en Cristo: El Hijo del Padre engendrado en el seno de
una mujer y en la realidad de una familia humana, al transformarlo todo con su
pasión, muerte y resurrección, también rediseña el modo en que adelante
se predicará la Buena Noticia a los pueblos:
Una predica que, sin duda, debe
marchar de la mano y bajo el amparo de su propia madre. Jesús,
misionero del Padre, ha hecho a María su Madre, misionera singular del
Evangelio, acompañando a la Iglesia desde su nacimiento mismo al pie de
la cruz.
Con razón ha dicho recientemente el
Papa Francisco que "ninguno de nosotros tiene derecho a sentirse
huérfano", porque todos hemos recibido a María como madre.
La
maternidad de María así entendida no es sólo una realidad simbólica sino que
está revestida de la fuerza y la dinámica eclesial que la convierte en
una experiencia relacional intima que puede ser vivida por cada cristiano
que se acoge a ella, como lo reza el canto popular: "el regalo más hermoso
que a los hijos da el Señor es su Madre y el Milagro de su amor"
En
1.963, el padre Jesuita Ramón Cué produjo su inolvidable obra “Mi Cristo Roto”,
maravillosa alegoría que narra los misterios de la pasión del Señor
representados en la materialidad de un crucifijo brutalmente mutilado. La obra,
escrita y grabada en audio por el autor, impresiona por sus vivos y coloridos
recursos narrativos, especialmente al referirse al rostro de Cristo en la cruz.
Dice el
padre Cué que, en el extremo de la perfección de su entrega, Cristo en la cruz
se quedó sin rostro; y esto, no sólo por el efecto de los brutales ataques
físicos sufridos sino porque él “puso la cara” ante el Padre por todos nosotros
al punto de que la santa faz del Señor se confundió entre la multitud de
imágenes que eran superpuestas sobre la suya en un interminable desfile de
pecado, depravación, maldad y perversión; una dantesca y obscena película como
ningún ciclorama podría exhibir jamás.
El
rostro de Cristo apareció ante el Padre desdibujado por los rostros de toda la
humanidad pecadora a través de todos los siglos. Los ojos brillantes del
genocida, y del lujurioso, del avaro y del canalla, y del mentiroso y del truhán,
del abusador y del tirano, del asesino y del extorsionador; del abortista y del
proxeneta y del fornicario, y del traidor; el rostro injurioso y la sonrisa
macabra del blasfemo y del envidioso; todos los rostros de todos los pecadores
de toda la historia en un catálogo espeluznante que duró desde el mediodía
hasta la hora nona.
Tan degradante fue el espectáculo que se cumplió la sentencia del canto cuarto del Siervo de Yahvé (Is 53, 2ss) “ante quien se vuelve el rostro”.
El
pecado de la humanidad entera reflejado en el rostro del Cordero inocente causó
que quien lo viera “meneara la cabeza en señal de desprecio”. También el Padre
Dios, al mirar desde el cielo aquella infamia infinita no reconoció al Hijo en
aquel carnaval de máscaras abominables y volvió su rostro, haciendo sentir a
Cristo la soledad terrible de Dios que nosotros nos merecemos por nuestros
culpas:
La
soledad de soledades que el pecado ha traído a la humanidad, la soledad que
significa la condenación a la oscuridad más profunda. La soledad de Dios que es
la aniquilación del ser, el no amor, pero de la que Cristo nos ha librado al
asumirla para sí, encarnando en su dolor el salmo que recita desde el madero de
la cruz: ¿Elí, Elí lamac Sabactani, Dios
mío por qué me has abandonado?
Son sólo
dos palabras que expresan una de las necesidades más básicas y vitales de todo
ser viviente. La sed como manifestación física de deshidratación puede llegar a
ser desesperante, más si se sufre acompañada de la conmoción que ocasiona el
maltrato físico y psicológico. La necesidad de ingerir líquidos que apacigüen
en la garganta el fuego de la sequedad que atormenta es el grito angustiado del
cuerpo que se siente desierto y necesita ser regado.
Luego de
su captura en el Huerto de Los Olivos y el humillante periplo al que fue sometido,
el Señor debía sentir una sed terrible, su cuerpo lacerado al borde de la
muerte, con una profusa pérdida de sangre y un cansancio singular gritaba por
ser restaurado, por recibir los elementos que sostienen la vida natural y
orgánica. Sin embargo, recibe sólo injurias, insultos y latigazos, es coronado
de espinas y cargado con la pesada cruz que le debilita aún más.
En medio
de la ignominia y del dolor, el desprecio de aquellos por los que estaba
otorgando la vida para llevarles a las aguas tranquilas de la salvación, las
aguas refrescantes del Reino que lavan todas las culpas, aguas que sanan todas
las heridas y sacian toda sed, el Señor debió sentir un ansia tremenda de amor,
de ser correspondido en la entrega que nos hacía, de ser abrasado en la misma
pasión amorosa con la que él caminaba a la muerte para darnos la vida,
manifiesta en el acto insólito de hacer brotar de su costado traspasado agua,
junto con su sangre, signo y fuente de la vida sacramental de la Iglesia.
En la
abominación de la pasión, Jesús debió sentir una infinita sed de amor, amor de
nosotros, que le sometimos entonces y le sometemos ahora a la sequedad de
nuestras indiferencias, de nuestra falta de entrega y compromiso, nuestras
faltas de caridad, nuestros desprecios por aquellos que más sufren y más
padecen, los que no tienen acceso al agua potable, a las medicinas o a los
alimentos, y, peor aún, aquellos que no tienen acceso al Evangelio porque no se
les predica.
Desde la
cruz de los empobrecidos y despreciados, el Señor nos sigue gritando hoy la sed
que tiene de nuestra fraternidad, de nuestro servicio y entrega a los
desposeídos y vulnerables, a los que esperan el anuncio de la salvación. La sed
de Cristo no es sólo la necesidad orgánica y fisiológica de su cuerpo extenuado
sino que es también la exigencia de corresponder a aquel amor con el que él nos
ama, descubriendo que él está en el otro, en el que espera ser aceptado y amado
en la dimensión de la cruz.
El Señor
tiene sed de una nueva evangelización, comprometida y eficiente que llegue a
todas partes, que vaya por todas las naciones y pueblos, que acuda en rescate
de un mundo que está entrando en apostasía porque se rinde ante "cualquier
viento de doctrina y corre detrás de cualquier fábula". La sed de Cristo
hoy siendo patente en las necesidades terribles que a nivel material sufren
muchos hermanos nuestros, es mucho más acuciante en cuanto a que es una sed de
Evangelio en el mundo, de evangelizadores que lleven su Palabra y hagan
presente el misterio salvífico a tantos que mueren de soledad, de tristeza y de
mengua porque no conocen el amor de Cristo. El Señor tiene sed de
nosotros.
Hasta la última tilde y la
última coma de la Ley y de los Profetas, todas las prefiguraciones intuidas en
la Antigua Alianza y concedidas en Abraham y en Isaac, en Israel; el liberador
anunciado en la gesta mosaica y significado en las batallas de Josué, la
descendencia eterna prometida a David e, incluso, el proto-Evangelio anunciado
a nuestros primeros padres en el jardín del Edén se han cumplido:
El Hijo de una mujer ha pisado la cabeza de la serpiente y ha reabierto el cielo "con su sangre derramada por amor" en el madero de la cruz, "árbol de vida eterna y misterio del universo, en cuyos brazos abiertos brilla el amor de Dios"
Aquel que fue
engendrado por el Espíritu Santo en el seno virginal de María de Nazaret y que
se hizo hombre "igual a nosotros en todo, menos en el pecado" ha
cumplido la misión encomendada por el Padre: Ha reconciliado a la humanidad con su Dios.
¡Oh Feliz
culpa! que mereció tan grande redentor! cantará el Pregón Pascual para
celebrar tan "incomparable ternura y caridad". Dios todopoderoso
"para rescatar al esclavo ha sacrificado al Hijo", "oh admirable
condescencia de su amor".
Los padres conciliares nos
recordarán en la Constitución Dogmática Dei Verbum que ya no tenemos que
esperar otra revelación superior a esta, ni otra liberación diferente de la que
se ha cumplido en Cristo, porque en Cristo todo
se ha cumplido.
El cordero ha redimido al
rebaño, el inocente ha reconciliado a los pecadores con el Padre.Séptima Palabra: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46)
"El Señor Jesús, consciente de que Dios había puesto todas las cosas en sus manos y de que había salido de Dios y a él volvía, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo..." (Jn 13, 3)
El
Evangelio de San Juan nos ubica de manera inequívoca y contundente en la
dimensión de la conciencia de Jesús: Él sabe que ha venido del Padre de
quien es el "Verbo que existía desde siempre, luz sobre toda
luz" (Jn 1, 1), por quien fueron creadas todas las cosas, y en quien
toda la creación aguarda ser restaurada (Hch 3, 21) y, una vez cumplida la
voluntad del que le ha enviado, con toda confianza y seguro de su destino,
Jesús se abandona en sus manos en el instante preciso del combate final, porque
sabe que la vida triunfará sobre la ignominia del sepulcro y el Padre no le
abandonará en los brazos de la muerte. Jesús se confía en las manos de Aquel
que lo resucitará de entre los muertos, porque no hay lugar para las dudas, la
fe se ha consumado en la esperanza y el amor se ha impuesto sobre la
miseria.
Ojalá
también nosotros, liberados por Cristo y siguiéndole a él, podamos
reconocernos como venidos de Dios y a él volvamos, como lo manifiesta San
Agustín "nos hiciste, Señor para ti y nuestra alma está intranquila hasta
tanto repose en ti"; que seamos capaces de abandonarnos en la misericordia
del Padre para ser llevados a la vida plena en la eternidad, con el
conocimiento pleno de que "todos los males de esta vida presente son nada
comparados con la gloria que se ha de manifestar en nosotros en Cristo" (Rm
8, 18) A él sea la gloria y el honor y el poder por los siglos de los
siglos. Amén.
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