viernes, 30 de marzo de 2018

Meditación de las siete palabras



Primera Palabra:  Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen  (Lc 23, 34).


El Señor Jesús perdona desde el dolor indecible de sentir desgarrado su cuerpo por los clavos de la cruz, desde la conmoción que le ha causado la deserción, la traición de sus amigos que le han dejado en una soledad espantosa, él perdona desde la infamia de ser considerado un deshecho, perdona a quienes con saña y morbo, ventaja y cobardía lo están matando.
   En circunstancias históricas corrientes, aún desde la comodidad del reclinatorio, del sillón o del teclado del computador a todos nos resulta no poco difícil concebir el perdón. No digamos lo que significa estar llamados a perdonar desde la cola para obtener alimentos o medicamentos mientras somos extorsionados con precios inalcan

zables, desde la carencia de servicios públicos eficientes y suficientes, desde la impotencia de llevar a nuestros enfermos a hospitales sin cama ni insumos, o desde las farmacias sin medicamentos, los supermercados sin comida y los bancos sin dinero; o desde el sufrimiento de la cruz de ver partir a nuestros hijos para convertirse en exiliados, desde el dolor de sentir la familia dividida, desde el temor a perder la libertad por la supresión gradual y sostenida de nuestros derechos. Desde la realidad histórica de tanta injusticia y calamidad!!!!
   Seremos nosotros capaces de invocar el perdón de Dios sobre aquellos que son culpables de robarnos la vida y la alegría? Podremos, como Cristo, desde nuestros sufrimientos y agonías, perdonar al verdugo que los ocasiona y desde nuestra propia cruz exclamar con el Señor: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen?

Segunda Palabra: Hoy estarás conmigo en el Paraíso. (Lc.23, 43)

   El Señor Jesús dirige esta palabra a uno de los ladrones crucificados junto a él. Hace esta promesa precisamente a uno que “encontrándose en el mismo suplicio” no sólo ha hecho un acto especial de contrición, sino que se conmueve por las injurias que le gritan a Jesús, le defiende y se compadece de él. La contrición y arrepentimiento sincero le alcanzan al ladrón esta promesa de la boca de aquel que con su muerte en la cruz está abriendo el Paraíso que por el pecado de Adán había sido cerrado y su gesto misericordioso y compasivo al reconocer la inocencia de Jesús y lamentarse de la infamia que sufre, hacen que el Señor se mueva a gratitud y le anuncie el premio a su conversión y a su bondad.
   Lo que más destaca en la actitud del ladrón es descubrir el misterio de Cristo como su salvador en el momento en el que Jesús aparece humanamente fracasado, derrotado y vencido; reconocer la verdad de Jesús en la humillación, en el dolor y en la amargura de la cruz, no se deja llevar ni convencer por la opinión de los judíos y los soldados, que se burlaban de Cristo. Mientras los poderosos le dicen a Cristo que “se baje de la Cruz”, porque no pueden creer que un hombre crucificado, humillado, vencido y agonizante pueda ser el Mesías, el ladrón, en cambio, iluminado por la fe y habiendo recibido la gracia de la contrición perfecta, reconoce en Cristo crucificado a su rey y salvador.
   Debido a la fortaleza de su fe, y a pesar de estar él mismo crucificado, el ladrón no le pide a Cristo que “baje de la Cruz”, sino que le dice: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Él sabe que Cristo ha de morir, pero sabe también, por la fe, que la muerte no será el final de aquel que padece a su lado.
   La fe del ladrón pareciera, de algún modo misterioso, intuir que la cruz conduce a la vida y que luego de ella viene algo infinitamente superior. Su mérito es el de quien no sólo acepta su propio sufrimiento sino que lo ve iluminado por el sufrimiento de Cristo, paradoja de quien en la ignominia más abominable reconoce la verdad.
   Ojalá nosotros, como el ladrón arrepentido, no sólo podamos convertirnos honestamente al Señor, sino que además seamos capaces de reconocerle allende las apariencias y los honores humanos para descubrirle en la pobreza y el sufrimiento de tantos hermanos nuestros crucificados en el diario trajinar, con sus derechos pisoteados, llenos de temor ante las inmensas necesidades que sufren.
    Indudablemente la misericordia del Señor está mucho más allá de nuestras miserias, pero es necesario que reconozcamos nuestras culpas y, además, seamos compasivos con los hermanos que comparten nuestro camino y nuestras luchas, no importa si en esas bregas diarias pensamos y sentimos diferente.
   Reconocer a Cristo en el misterio de la cruz, de la humillación, de la pobreza, de la carencia de éxito en términos humanos es encontrarse con él en los empobrecidos de la tierra, en los marginados, en los abusados y utilizados por los sistemas y esquemas de opresión que los manipulan y engañan con falsas promesas de desarrollo que en lugar de liberarles les esclavizan a ideologías reduccionistas, ya sean de carácter político o de cualquier otra índole.

Tercera Palabra: Mujer ahí tienes a tu hijo,...hijo ahí tienes a tu madre  (Jn 19, 26-27)


   Entre la larga lista de títulos y dignidades que la teología le concede a la Virgen María,  me gusta regodearme en los dos títulos que el propio Jesús le da en la Cruz: Mujer y Madre.
   Esta Palabra del Señor,  dirigida desde el Misterio de la Cruz a su propia madre y al discípulo predilecto, puede considerarse el acto de misericordia por el cual el Señor engendra una 'nueva familia' con la misión de extender y hacer universal aquella revelación que, hasta entonces, había sido una realidad local, limitada.
   Esta nueva familia, la Iglesia,  nacida del costado de Cristo traspasado en la cruz por la lanza del centurión romano, recibe al pie del madero el don inestimable de tener como Madre a la propia Madre del Señor .
   Es la completez de la nueva economía de la salvación realizada en Cristo: El Hijo del Padre engendrado en el seno de una mujer y en la realidad de una familia humana, al transformarlo todo con su pasión, muerte y resurrección,  también rediseña el modo en que adelante se predicará la Buena Noticia a los pueblos:
   Una predica que, sin duda, debe marchar de la mano y bajo el amparo de su propia madre.  Jesús,  misionero del Padre, ha hecho a María su Madre,  misionera singular del Evangelio,  acompañando a la Iglesia desde su nacimiento mismo al pie de la cruz.
   Con razón ha dicho recientemente el Papa Francisco que "ninguno de nosotros tiene derecho a sentirse huérfano", porque todos hemos recibido a María como madre.
   La maternidad de María así entendida no es sólo una realidad simbólica sino que está revestida de la fuerza y la dinámica eclesial que la convierte en una  experiencia relacional intima que puede ser vivida por cada cristiano que se acoge a ella, como lo reza el canto popular: "el regalo más hermoso que a los hijos da el Señor es su Madre y el Milagro de su amor"

Cuarta Palabra: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc.15,34;Mt.27, 46)


   En 1.963, el padre Jesuita Ramón Cué produjo su inolvidable obra “Mi Cristo Roto”, maravillosa alegoría que narra los misterios de la pasión del Señor representados en la materialidad de un crucifijo brutalmente mutilado. La obra, escrita y grabada en audio por el autor, impresiona por sus vivos y coloridos recursos narrativos, especialmente al referirse al rostro de Cristo en la cruz.
   Dice el padre Cué que, en el extremo de la perfección de su entrega, Cristo en la cruz se quedó sin rostro; y esto, no sólo por el efecto de los brutales ataques físicos sufridos sino porque él “puso la cara” ante el Padre por todos nosotros al punto de que la santa faz del Señor se confundió entre la multitud de imágenes que eran superpuestas sobre la suya en un interminable desfile de pecado, depravación, maldad y perversión; una dantesca y obscena película como ningún ciclorama podría exhibir jamás.
   El rostro de Cristo apareció ante el Padre desdibujado por los rostros de toda la humanidad pecadora a través de todos los siglos. Los ojos brillantes del genocida, y del lujurioso, del avaro y del canalla, y del mentiroso y del truhán, del abusador y del tirano, del asesino y del extorsionador; del abortista y del proxeneta y del fornicario, y del traidor; el rostro injurioso y la sonrisa macabra del blasfemo y del envidioso; todos los rostros de todos los pecadores de toda la historia en un catálogo espeluznante que duró desde el mediodía hasta la hora nona.
      Tan degradante fue el espectáculo que se cumplió la sentencia del canto cuarto del Siervo de Yahvé (Is 53, 2ss) “ante quien se vuelve el rostro”.
   El pecado de la humanidad entera reflejado en el rostro del Cordero inocente causó que quien lo viera “meneara la cabeza en señal de desprecio”. También el Padre Dios, al mirar desde el cielo aquella infamia infinita no reconoció al Hijo en aquel carnaval de máscaras abominables y volvió su rostro, haciendo sentir a Cristo la soledad terrible de Dios que nosotros nos merecemos por nuestros culpas:
   La soledad de soledades que el pecado ha traído a la humanidad, la soledad que significa la condenación a la oscuridad más profunda. La soledad de Dios que es la aniquilación del ser, el no amor, pero de la que Cristo nos ha librado al asumirla para sí, encarnando en su dolor el salmo que recita desde el madero de la cruz: ¿Elí, Elí lamac Sabactani, Dios mío por qué me has abandonado?

Quinta palabra: Tengo Sed  (Jn 19,28)

   Son sólo dos palabras que expresan una de las necesidades más básicas y vitales de todo ser viviente. La sed como manifestación física de deshidratación puede llegar a ser desesperante, más si se sufre acompañada de la conmoción que ocasiona el maltrato físico y psicológico. La necesidad de ingerir líquidos que apacigüen en la garganta el fuego de la sequedad que atormenta es el grito angustiado del cuerpo que se siente desierto y necesita ser regado.
   Luego de su captura en el Huerto de Los Olivos y el humillante periplo al que fue sometido, el Señor debía sentir una sed terrible, su cuerpo lacerado al borde de la muerte, con una profusa pérdida de sangre y un cansancio singular gritaba por ser restaurado, por recibir los elementos que sostienen la vida natural y orgánica. Sin embargo, recibe sólo injurias, insultos y latigazos, es coronado de espinas y cargado con la pesada cruz que le debilita aún más.
   En medio de la ignominia y del dolor, el desprecio de aquellos por los que estaba otorgando la vida para llevarles a las aguas tranquilas de la salvación, las aguas refrescantes del Reino que lavan todas las culpas, aguas que sanan todas las heridas y sacian toda sed, el Señor debió sentir un ansia tremenda de amor, de ser correspondido en la entrega que nos hacía, de ser abrasado en la misma pasión amorosa con la que él caminaba a la muerte para darnos la vida, manifiesta en el acto insólito de hacer brotar de su costado traspasado agua, junto con su sangre, signo y fuente de la vida sacramental de la Iglesia.
   En la abominación de la pasión, Jesús debió sentir una infinita sed de amor, amor de nosotros, que le sometimos entonces y le sometemos ahora a la sequedad de nuestras indiferencias, de nuestra falta de entrega y compromiso, nuestras faltas de caridad, nuestros desprecios por aquellos que más sufren y más padecen, los que no tienen acceso al agua potable, a las medicinas o a los alimentos, y, peor aún, aquellos que no tienen acceso al Evangelio porque no se les predica.
   Desde la cruz de los empobrecidos y despreciados, el Señor nos sigue gritando hoy la sed que tiene de nuestra fraternidad, de nuestro servicio y entrega a los desposeídos y vulnerables, a los que esperan el anuncio de la salvación. La sed de Cristo no es sólo la necesidad orgánica y fisiológica de su cuerpo extenuado sino que es también la exigencia de corresponder a aquel amor con el que él nos ama, descubriendo que él está en el otro, en el que espera ser aceptado y amado en la dimensión de la cruz.
   El Señor tiene sed de una nueva evangelización, comprometida y eficiente que llegue a todas partes, que vaya por todas las naciones y pueblos, que acuda en rescate de un mundo que está entrando en apostasía porque se rinde ante "cualquier viento de doctrina y corre detrás de cualquier fábula". La sed de Cristo hoy siendo patente en las necesidades terribles que a nivel material sufren muchos hermanos nuestros, es mucho más acuciante en cuanto a que es una sed de Evangelio en el mundo, de evangelizadores que lleven su Palabra y hagan presente el misterio salvífico a tantos que mueren de soledad, de tristeza y de mengua porque no conocen  el amor de Cristo. El Señor tiene sed de nosotros.

 Sexta Palabra: Todo está cumplido   (Jn 20, 30)


    Hasta la última tilde y la última coma de la Ley y de los Profetas, todas las prefiguraciones intuidas en la Antigua Alianza y concedidas en Abraham y en Isaac, en Israel; el liberador anunciado en la gesta mosaica y significado en las batallas de Josué,  la descendencia eterna prometida a David e, incluso, el proto-Evangelio anunciado a nuestros primeros padres en el jardín del Edén se han cumplido:

    El Hijo de una mujer ha pisado la cabeza de la serpiente y ha reabierto el cielo "con su sangre derramada por amor" en el madero de la cruz, "árbol de vida eterna y misterio del universo, en cuyos brazos abiertos brilla el amor de Dios"
      Aquel que fue engendrado por el Espíritu Santo en el seno virginal de María de Nazaret y que se hizo hombre "igual a nosotros en todo, menos en el pecado" ha cumplido la misión encomendada por el Padre: Ha reconciliado a la humanidad con su Dios.
¡Oh Feliz culpa! que mereció tan grande redentor! cantará el Pregón Pascual para celebrar tan "incomparable ternura y caridad". Dios todopoderoso "para rescatar al esclavo ha sacrificado al Hijo", "oh admirable condescencia de  su amor".
   Los padres conciliares nos recordarán en la Constitución Dogmática Dei Verbum que ya no tenemos que esperar otra revelación superior a esta, ni otra liberación diferente de la que se ha cumplido en Cristo, porque en Cristo todo se ha cumplido.
   El cordero ha redimido al rebaño,  el inocente ha reconciliado a los pecadores con el Padre.

Séptima Palabra: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu  (Lc 23, 46)

   "El Señor Jesús, consciente de que Dios había puesto todas las cosas en sus manos y de que había salido de Dios y a él volvía, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo..." (Jn 13, 3)
   El Evangelio de San Juan nos ubica de manera inequívoca y contundente en la dimensión de la conciencia de Jesús:  Él sabe que ha venido del Padre de quien  es el "Verbo que existía desde siempre, luz sobre toda luz" (Jn 1, 1), por quien fueron creadas todas las cosas, y  en quien toda la creación aguarda ser restaurada (Hch 3, 21) y, una vez cumplida la voluntad del que le ha enviado, con toda confianza y seguro de su destino, Jesús se abandona en sus manos en el instante preciso del combate final, porque sabe que la vida triunfará sobre la ignominia del sepulcro y el Padre no le abandonará en los brazos de la muerte. Jesús se confía en las manos de Aquel que lo resucitará de entre los muertos, porque no hay lugar para las dudas, la fe se ha consumado en la esperanza y el amor se ha impuesto sobre  la miseria.
   Ojalá también nosotros, liberados por Cristo y siguiéndole a él,  podamos reconocernos como venidos de Dios y a él volvamos, como lo manifiesta San Agustín "nos hiciste, Señor para ti y nuestra alma está intranquila hasta tanto repose en ti"; que seamos capaces de abandonarnos en la misericordia del Padre para ser llevados a la vida plena en la eternidad, con el conocimiento pleno de que "todos los males de esta vida presente son nada comparados con la gloria que se ha de manifestar en nosotros en Cristo" (Rm 8, 18) A él sea la gloria y el honor y el poder por los siglos de los siglos.  Amén.

Padre Alberto Gutiérrez, Parroquia Purísima Madre de Dios y San Benito de Palermo, en El Bajo.

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