martes, 5 de junio de 2018

Con derecho a disentir.


Convivir en ambientes de alta competencia es sin duda un reto a la libertad y una prueba al carácter.
La competencia cuando es sana y honesta edifica porque hace salir de cada uno lo mejor, pero cuando es deshonesta se trastoca en una lucha encarnizada de apariencias porque, en el fondo, se compite por reconocimiento y poder.

En la vorágine de la apariencia se creman principios y valores y se simulan actitudes pasivo agresivas que, en definitiva, son imposibles de ocultar. Se pretende desear el bien, pero se hace y promueve el mal porque se actúa con malicia.

Al tiempo de dar la mano le sigue una mueca macabra. La hipocresía se entroniza en los corazones porque se olvida la sencillez de vida y se acartona el alma recurriendo a la mascarada de la pretensión de ser para recibir la contraprestación de un diploma social aprobatorio que exalte el ego.

Así se atropellan justicia y derecho para vivir de opiniones y apariencias que llevan siempre a morir en la orilla de las decepciones. Que destino tan triste y cruel de quien edifica sus acciones sobre la doble faz de una conducta agria y amargada en el juicio a los otros. Tristeza.

Terminarán comiendo de sus propios hígados y en la soledad de conciencia, que es el premio que el diablo da a quien bien le sirve, trofeo de los que, por creerse especiales, miran por encima de sus hombros a los que consideran inferiores. En el fondo no es más que miedo a la diferencia.
En cambio, la sencillez de palabra y de conducta aseguran la felicidad en el bien obrar y en el aplauso sincero y sentido por el éxito del prójimo, matando al demonio verde de ojos rojos que es la envidia.


Ojalá pudiéramos vivir en un mundo donde nos permitamos la libertad del corazón, rechazando el juicio y viviendo con espontaneidad y sencillez.
Los juicios hay que dejárselos a Dios, decía nuestro querido Cardenal Quintero, de augusta memoria.

Padre Alberto Gutiérrez.

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