martes, 10 de julio de 2018

Seguir a Jesucristo en el sufrimiento de la Iglesia

      Una de las propuestas centrales de la predicación del Papa Francisco es aquella de “ir a las periferias” allá donde se desdibujan los paradigmas, donde se encuentran los márgenes y, en ellos, los marginados. Ir a las periferias es encontrarse con aquellos que sufren porque están alejados de los centros y sistemas de poder y de “bienestar”, sea porque se han ido o porque los han echado.
 
      Ir a las periferias es sacudirse la frialdad y la indiferencia que inducen a pregonar la felicidad como una experiencia opuesta al sufrimiento. 


      El Papa nos exige no pasar de largo ante el sufrimiento. Ese que se constata en la injusticia diaria por la escasez y precariedad en la que viven millones de hermanos nuestros que tienen acceso marginal a los alimentos, las medicinas y los servicios básicos que les garanticen mínimamente la calidad de vida y que se traduce en una espantosa carencia que engendra abandono, soledad, hambre, desnudez, enfermedad y muerte por mengua; sufrimiento.

      Cuando Cristo nos llama a cargar nuestra cruz y seguirle, nos está llamando a cargar no sólo la nuestra, sino también la de la Iglesia, reconciliándonos con el dolor del otro, y ello puede bien significar ir a las periferias en su búsqueda. Tomar la cruz y seguir a Jesucristo es vivir la dimensión social-comunitaria de la salvación. Seguir a Jesús es ir a dónde él va. Ser discípulo del Señor es una cuestión personal e íntima, pero también una realidad eclesial.

      A Jesús se le sigue cargando la cruz en la Iglesia, llevando sobre nosotros no sólo nuestras propias debilidades, miserias y limitaciones sino también cargando las de nuestros hermanos, especialmente los más débiles y vulnerables, los más pobres, siendo solidarios con ellos, compartiendo el pan y el vino, el techo y la cobija, aunque eso nos genere incomodidad.

      Un cristianismo cómodo es una entelequia, una ideología. Reducir la cruz a un sentido meramente personal y a un hecho sólo religioso la hace excluyente. La cruz es un signo de humanidad, de totalidad.       El cristiano ha de salir de su mismidad y trascender a las aspiraciones propias para no ser una caricatura del Evangelio, para que la cruz no se ha convertido en un lugar vacío sin sangre ni amor de Dios.

     Ir a las periferias para encontrarse con el sufrimiento del prójimo es un suceso, un misterio y un ministerio de amor en la dimensión de la cruz. La cruz es una realidad no sólo personal. En la cruz de Cristo estamos clavados todos.

Padre Alberto Gutiérrez,
Parroquia Purísima Madre de Dios y San Benito de Palermo, El Bajo.


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